Los primeros días de enero viajé a Alemania y tomé un tren desde Berlín a Bremen. Debo confesar que estaba nerviosa. Iba a visitar a Jorge, mi tío, el mellizo de mi mamá. Llevábamos años sin vernos y el único contacto que teníamos eran saludos escuetos por nuestros cumpleaños, que ni siquiera se daban con frecuencia. Fui empujada por la intuición, por una deuda pendiente, curiosidad, o la nostalgia de un pasado: el tiempo de los abuelos todavía vivos. Conocí su casa, su lugar de trabajo, el centro de la ciudad, algunas cafeterías y barrios pintorescos. Tomamos mate cocido y hablamos del clima, del transporte público, de Oberá. Una noche, nos descubrimos compartiendo calles de tierra roja y apellidos suecos, alemanes y polacos. Él no paraba de toser, yo de sonarme la nariz. Hacía frío y llovía siempre. La habitación que me preparó para dormir tenía una ventana inclinada a través de la cual veía correr el agua y a los árboles mecerse. Me acordé todo el tiempo de mi infancia, de la Oma y el Opa, de la casa de Beruti y José Ingenieros, de la bolsa de agua caliente, de los domingos en la chacra. De a poco, el hielo empezó a derretirse. Entendí cosas que antes no veía. Volví a formar parte de una familia que sólo habla alemán y seguí las conversaciones con un ping pong de miradas atentas. El lenguaje otra vez conocido. Perdido o desorientado. Una puerta ahora abierta. La comida caliente. Un sueño revelado. Un único y último abrazo en las vías del tren. Voces que se encuentran y se quiebran. ¡Chk-chk-chk! Locomotora en marcha. Atardece, me quito los guantes y el gorro. ¡Chk-chk-chk! Brota humo de mi silencio. ¡Chk-chk-chk! Otra oportunidad.

Bremen, Enero 2023

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