Los viernes por la mañana voy a la laguna con mi hermano Eli a esperar que las aves desciendan. Nos hemos construido un pequeño escondrijo. Eli tiene un sexto sentido y una puntería que no puedo igualar, pero es tímido y no le gusta hablar. A mí, en cambio, me gusta tanto que podría contar la misma anécdota una y mil veces con tal de no estar en silencio, pero solo en silencio descienden las aves, y por eso no me queda otra que callar. Además, quiero ganarme la confianza de Eli así me deja tirar sin su permiso y sin que me rodee con los brazos para amortiguar la patada de la escopeta. De solo pensar en que podría dejar de querer llevarme a la laguna con él, siento escalofríos. Igual por la noche puedo hablar con mamá, que le gusta, y por eso me cuenta en detalle su día, desde que se despierta hasta que vuelve de trabajar. A esa hora Eli ya se durmió en el sofá con la televisión encendida. Mamá no sabe que vamos a cazar aves. Una vez me preguntó qué hacíamos en la laguna y yo le dije mojar las patas en el agua, nada más, lo normal. Ella opinó que así nos íbamos a secar de aburrimiento, pero con tal de que no hiciéramos travesuras, dijo, podíamos ir a la laguna todos los viernes que quisiéramos. La escopeta era de mi papá, y él mismo le enseñó a disparar a mi hermano. A mí no. Es cosa de hombres, me dijo cuando se lo pedí. Después de varias semanas internado por el cáncer, justo antes de morir, papá le dejó a Eli la escopeta como herencia. Eso mamá tampoco lo sabe. Ni siquiera sabe que papá la compró en la subasta del pueblo y que le enseñó a Eli a disparar. Mamá siempre estuvo en contra de las armas. Papá, en cambio, insistía en que un hombre debía saber tirar, y escondió la escopeta en el garaje, detrás de la cortadora de césped. Este viernes estoy decidida a hacerlo sola, porque ya es hora de que pueda cazar un ave por mi cuenta, pero cuando llega el momento Eli no quiere, así que forcejeamos, la escopeta se dispara y mi hermano cae al piso. Las aves levantan vuelo y escapan al cielo. Con mi hermano muerto, la laguna vacía y en silencio.

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*Las primeras líneas de este ejercicio se corresponden a Los gansos salvajes, de Louise Erdrich.