Caminé un largo rato hasta llegar al puerto. Me senté a pocos metros de un chico que cantaba flamenco bajo la sombra de un árbol. A su lado, un perro negro azabache con un pañuelo rojo al cuello. Los miré y el perro corrió hacia mí para que lo acariciara. Me di cuenta de que le faltaba una oreja. Dos turistas se pararon frente al músico, sonrieron, tomaron algunas fotos, se susurraron algo al oído, y después, en un español difícil de entender, le pidieron que tocara una canción. Deben haberla traducido en el móvil porque se lo acercaron para que lo leyera. “Esa no me la sé”, respondió el chico con una sonrisa. Los turistas, que antes disfrutaban del espectáculo callejero, ahora se marchaban desilusionados. El perro se alejó de mí y empezó a ladrarles. Intercambié una mirada cómplice con el músico que volvió a rasgar la guitarra.
Hacía calor y las gaviotas custodiaban el mar.
Puerto de Barcelona. Canon AE-1. Kodak Color 200.