Después de tragar la pastilla para dormir que el médico le recetó, Pina se acostó en la cama a esperar que pasaran los cuarenta y cinco minutos que especificaba el prospecto. Una vez que el reloj dio la hora, apagó la luz del velador tal como se le había indicado. Luego de tres días con los ojos abiertos, pensó que el cóctel de cuerpo despierto y medicación no demoraría en hacer efecto. Pasaron unos minutos, y después esos minutos se extendieron a una hora, y a dos. Con los párpados agotados pero en vigilia, no quiso levantarse, por las dudas, casi en un acto de fe, como una cábala obligatoria para no perder algún partido insignificante de algún deporte insignificante. Le volvió el nudo a la garganta y el corazón ya le latía distinto. Quiso llorar pero no le salía. Volvió a esperar y nada, nada de nada. Cuando ya habían pasado tres horas y cincuenta y siete minutos se levantó para ir al baño y sintió pesado el cuerpo. Arrastraba los pies por el piso de parquet, y andaba en cámara lenta y en zigzag cuando no se dio cuenta de que la pared se le venía encima y se cayó. Tonta por la medicación, la cabeza dio un golpe seco contra el suelo y rebotó dos veces. Un pequeño charco rojo se extendía como una almohada y, en aquel pasillo, esa noche, Pina al fin pudo dormir.