En una mañana de sol y primavera, Betsabé en la terraza, mojaba su cuerpo desnudo. Su marido se había marchado junto al ejército hacía dos semanas, y por primera vez, ella no sentía miedo. Al contrario, el calor y el agua le provocaban un dulce goce. No pensaba en nada más cuando el Rey David irrumpió en su casa. Ella intentó cubrirse con una toalla, pero no hizo a tiempo, ya que el Rey David se la arrancó de las manos, le tapó la boca y la ultrajó mientras sus servidores, silenciosos, custodiaban escalera y puertas. Betsabé intentó resistirse pero fue en vano: el musculoso cuerpo del Rey David pesaba tanto que la inmovilizó. Miró al cielo y vió un pequeño pájaro que volaba lento y en círculos. Lo siguió con la vista aún cuando el Rey se apartó de su cuerpo y se marchó junto a sus servidores, con pasos al unísono. Betsabé miró el pájaro sin pestañear durante varios minutos más hasta que el cielo quedó vacío. Al fin, se vistió y bajó a dormir.

Pasaron los meses, y el marido de Betsabé nunca volvió. Algunos dicen que cayó en combate, otros que el Rey David lo mandó a matar. A Betsabé empezó a crecerle el vientre, que lo ocultó bajo un suave y holgado camisón. Desde aquella mañana de sol y primavera en que el Rey David la había ultrajado, Betsabé pasaba los días en casa y en silencio. Cuando ya empezaba a recuperar la calma, el Rey volvió a buscarla, introdujo la mano bajo la tela del camisón, y al descubrir el hijo que ella esperaba, desató su cólera. Los servidores tomaron a Betsabé de los brazos y se la llevaron. La mujer gritó, lloró, escupió, imploró. El cielo se puso tan oscuro que de haber estado cubierto de pájaros hubiese sido imposible distinguirlos.

Arrastrada y arrancada de su casa, Betsabé regresó recién dos semanas después, pálida y con el vientre plano. Encendió una vela a Dios y rezó durante siete días seguidos, en ayunas y sin descanso, para pedir al cielo justicia y venganza.

La noche siguiente, Yahveh se apareció en sueños ante el Rey David y le advirtió con firmeza: “Haré que de tu propia casa se alce el mal contra tí. Tomaré tus servidores ante tus ojos y los haré caer uno a uno. Te quedarás solo, puesto que tú has obrado en contra de mi palabra. Un ejército de mujeres entrará en tu reino y hará de tí cenizas”. El Rey despertó en pánico, tomó su espada y salió de sus aposentos para encontrarse con que sus servidores yacían muertos en un suelo regado de sangre. Todas las mujeres de Israel lo miraban fijo y en silencio. Betsabé, entre ellas, tenía los ojos negros y las pupilas dilatadas. Cuando la mujer dio un paso al frente, El Rey David soltó su espada y cayó de rodillas.

Fue entonces que un pequeño pájaro entró por la ventana y se posó en el hombro de Betsabé.

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*Reversión del texto bíblico David y Betsabé (Antiguo Testamento, Segundo libro de Samuel, 11:1 a 12:25)

Betsabé en el baño. GIORDANO, LUCA. Copyright de la imagen © Museo Nacional del Prado