Era de noche y habíamos quedado en encontrarnos con un grupo de chicos que nos invitó a salir. En verdad, uno de ellos invitó a salir a una de nosotras y como no éramos de ahí, le prometió llevar un amigo para cada una y hacernos conocer la mejor versión de Mykonos. La noche griega a mí no me gustaba para nada: llena de humo de cigarrillos y puños en el aire que se movían al ritmo de la música electrónica y que me recordaban a mi adolescencia cuando fumar en espacios cerrados aún era legal y yo volvía todas las noches con los ojos llorosos e insoportables de la picazón, pero la verdad es que salir de local me parecía una idea tentadora que no había modo de rechazar.
Nos sentamos en mi lugar preferido de cualquier bar: la barra, y nos dispusimos a aceptar todo aquello que los chicos nos proponían. Éramos cuatro y ellos tres, porque el que me tocaba a mí al parecer era un poco impuntual y aunque ya llevábamos más de hora y media intercambiando anécdotas de viaje, él todavía no había llegado. Entre las risas de mis amigas sospeché que su demora era una excusa y empecé a pensar que tal vez ese cuarto chico ni siquiera existía, porque si había que sacrificar a alguna, lo más probable es que fuera a mí. Digamos que, nunca fui de esas chicas que le gustan a los chicos.
Decidimos empezar sin él y el mozo del bar nos sirvió a cada uno una pequeña medida de un trago típico de allí, fuerte, dulce y caliente, que minutos antes reposaba sobre el fuego. Todos insistían en que mi chico estaba a punto de llegar y que la espera valdría la pena porque era ideal para mí, como si alguno me conociera y supiera qué me gustaba y qué no. A la tercera ronda de tragos, el alcohol se me subió a la cabeza y me presionó la juntura de los ojos y justo ahí entró Basili, un italiano de unos treinta y pico de años, rubio y de ojos claros. Levantó la mano para saludar a sus amigos y a las mías, y sin dudarlo, se sentó en la banqueta vacía que estaba a mi lado, me dio un beso en la mejilla y me pidió perdón por la demora. Al principio me enojaron sus disculpas, como también me enojó que sólo me diera un beso a mí, como si estuviera claro que él era mi cita y que yo lo estaba esperando… aunque al rato, cuando lo escuché sonreír y hacerme preguntas tontas con la simple excusa de sacarme algún tema de conversación me di cuenta de que era así: Basili era mi cita y yo estaba contenta porque al fin había llegado.
Salimos a la vereda a fumar marihuana y después caminamos hasta un pequeño Karaoke repleto de gente. No era la primera vez que iba a uno y tampoco era la primera vez que me avergonzaba de cantar en público, así que al principio me quedé sentada mientras tomaba un trago y veía como mi cita pegaba alaridos sobre una reconocida melodía italiana. De a ratos posaba su mirada sobre la mía, me sonreía y me acercaba el micrófono para que cantara, pero yo me ponía colorada y le hacía gestos para que entendiera que no sabía cantar, entonces Basili se me acercó, me agarró de la mano y me sacó a bailar. Me empujó hacia él, me balanceó con la pelvis, me susurró al oído “sólo hay que saber divertirse” y me besó. Por un momento me olvidé de mis amigas, que me veían bailar y estallaban de la risa. También me olvidé de que era tímida, y sobre todo, me olvide de que tenía novio.
El karaoke cerró y yo intentaba explicarle a Basili cómo llegar al pequeño departamento que habíamos alquilado para pasar nuestras vacaciones, pero los tragos, la marihuana y mi persistente falta de orientación hicieron que nos perdiéramos en los laberintos de la isla. Recuerdo las paredes y los pisos blancos, los gatos y las flores rosas de las casas. Un pequeño grupo de niños que nos miraba y nos silbaba justo cuando Basili me pellizcó la cola y se echó a reír. A mí los pasillos me parecían cada vez más angostos y, de tanto en tanto, levantaba la cabeza para mirar al cielo y alcanzar el aire. Por más esfuerzo que pusiera en recordar el camino, llegábamos siempre al mismo lugar hasta que Basili me tomó de la mano y cambió de pronto de dirección. Una luz al final de la calle auguraba movimiento, era una panadería con varios hombres que amasaban pan y que nos convidaron uno recién salido del horno. Estaba fresco, caliente y apenas tostado.
En un momento, reconocí la calle del departamento y me frené para despedirme de Basili. Me acuerdo de la felicidad de los primeros colores del amanecer y del último abrazo que nos dimos. No le pedí su teléfono, tampoco le di el mío y nunca supe siquiera su apellido. Sin embargo, a veces pienso en él.