Un volcán en erupción. La lava recorre las calles y se lleva puestas las casas, aunque tal vez sean sólo árboles, no lo sé. Hay un pez grande, oscuro y con escamas prominentes; una mariposa, quizá, y un zorro al que sólo se le ve el rostro. A la izquierda, las rocas y el musgo me recuerdan a Las Grutas de Río Negro donde íbamos de vacaciones con los abuelos; a la derecha una vía láctea, eso seguro, no puede ser otra cosa, se ve clarito, bordea la zona y va a desembocar a un agujero negro. El otro día leí en una enciclopedia que los agujeros negros son los restos fríos de antiguas estrellas, tan densas que ninguna partícula material, ni siquiera la luz, podría escapar a su fuerza gravitatoria. Lo repetí tantas veces que lo memoricé. Es igualito a la ilustración del libro, y por eso sé que es un agujero negro. ¿Y si me acerco a ver qué pasa? No, mejor no, me da un poco de miedo, mirá si me chupa y no puedo salir. Soy fuerte, sí, aunque papá piense que no, yo soy fuerte, pero no sé si tanto como para ganarle a un agujero negro, y si me chupa ya no va a haber más tostadas con manteca y azúcar, ni milanesas con puré, ni paseos por la costanera, ni casa en el árbol, ni bombuchas en carnaval, ni frambuesas con chocolate… y la vida sin eso no tiene sentido, y menos porque justo mañana voy a visitar a la abuela que me cocina isla flotante, mi postre preferido, así que mejor me quedo acostada, así quietita como estoy, como me enseñó papá, como una estatua, sin hablar, sin parpadear, casi sin respirar, con la mirada fija en el agujero negro al que mamá llama mancha de humedad.