A Oporto fui dos días y una noche. Salí de trabajar a las once y media, dormí cuatro horas y me subí a un avión con una mochila cargada de equipos. Caminé bajo la lluvia y me empapé las zapatillas. A la tarde conocí a Mateo, que me invitó un mate con sabor a tierra colorada y se nos piantó un lagrimón. Intenté filmar una escena de un documental que más que una película era un punto de fuga, un mirarme en el otro, un bálsamo para el desarraigo. A la noche ganó la Selección y festejamos junto a Mateo, Dai y unos cien argentinos más que cantaban las calles. Me abracé con un marroquí y compartimos la dicha. Hice una videollamada con mi mamá por cábala y por amor. Fue una locura, imposible de explicar, difícil de creer. A la mañana siguiente me desperté hinchada y sin voz. Subí y bajé escaleras; tomé vino, café y frío. A la imagen de la foto llegué por Piazzolla: un argentino tocaba el acordeón a orillas del río. Me senté en un banco y me largué a llorar. Los pájaros revoloteaban histéricos el cielo lleno de nubarrones. Si cierro los ojos, creo que todavía puedo escuchar la melodía. Ya en el aeropuerto, intercambié mensajes de audio con una amiga y en todos se me quebró la voz. De madrugada, un taxi me dejó en Lavapiés. Cuatro pisos por escalera y por fin mi habitación blanca y pequeña. Me desnudé y me metí en la cama bajo un edredón, un polar y una manta. A eso de las siete de la mañana me despertó la radio a todo volumen que solía poner mi compañera de piso en un altavoz al lado de mi puerta. No salí hasta las once, que me vestí de negro y me fui a trabajar. Bienvenidos, ¿qué les puedo ofrecer? Clásica, Trufada o de Chorizo Ibérico de Bellota. ¿Con pan? Una de Lotus y una de Pistacho. ¿Desean algo más?
Portugal, Diciembre 2022
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